lunes, 4 de octubre de 2010

Palabras absolutamente insuficientes

Ayer el viejo de uno de mis mejores amigos se murió. No fue repentino, fue innecesaria, angustiosa y doloresamente largo. Años (muchos) de diálisis le fueron desgastando el cuerpo, y el último año fue un constante entrar y salir del hospital. Semana de por medio mi amigo me decía "lo internamos a papá", "lo tuvieron que operar", "le cuesta respirar, así que lo intubaron". No estoy exagerando, fue durante un año así como les pongo. Sin embargo, su despedida fue corta. El sábado hizo pizzas, el domingo se empezó a sentir mal, el lunes a la mañana se fue (con esa tranquilidad que lo caracterizó toda su vida) y a la noche lo estaban velando.

Había tristeza, todos los que estábamos ahí sentíamos el mismo dolor. Así era el viejo de mi amigo. Nosotros lo vamos a recordar siempre como el que tenía las puertas de su casa abiertas a cualquier hora, porque prefería que nos mamáramos en su living antes que en la calle; al que siempre tenía un mate listo en su carpintería para el que pasara por ahí; el que siempre tenía el chiste sin gracia. Y por eso es que, dentro de la tristeza y el dolor, había un poco de felicidad.

No hay mejor forma de ser recordado que con una sonrisa, y no hubo nadie que, tras una anécdota con el viejo, sellara la historia riendo; y no me puedo imaginar algo que lo hiciera más feliz.

Shazbut, los pibes del Atenágoras también te van a extrañar. Nanu nanu.